viernes, 2 de septiembre de 2011

Si nosotros

Si nosotros no respetamos nuestro trabajo, por qué habría de hacerlo alguien más.
Si no nos comprometemos con él, por qué debería alguien tomarnos en serio.
Si no dominamos la impaciencia que nos lleva a rematar un texto de cualquier manera, por qué debería tener el lector paciencia y leer nuestro trabajo hasta el final.
Si no nos enamoramos de nuestros personajes, porque debería sentirse el público atraído por ellos.
Si no somos capaces de crear un universo alterno perfecto donde ocurra la acción, por qué habría de sentirse inclinado alguien a traspasar el umbral de papel y adentrarse en él.
Si no tejemos tramas interesantes, por qué demandamos el interés del lector.
Si no nos molestamos en narrar los hechos con claridad, por qué tendría que esforzarse alguien por entenderlos.
Si al sentarnos a escribir lo que hacemos es perder el tiempo, por qué habría alguien de invertir su tiempo en nosotros.

Si no creemos en nuestro trabajo, por qué debería creer el lector que somos escritores.

No hay historias malas, sólo historias mal contadas.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La ruleta

A Jesús había empezado a irle bien. Parecía que la vida, por fin, le dedicaría una sonrisa: le dieron una promoción en su trabajo, la vecina había dejado de voltearle la cara al saludarla y se le había quitado esa odiosa molestia en la ingle. Razón tenía su hermano cuando le dijo que no se preocupara, que seguro era por el esfuerzo al ayudarlo con la mudanza. Se había hecho un chequeo “por no dejar”, pero, al desaparecer el dolor, olvidó ir a recoger los resultados.
El viernes, al salir del trabajo quedó atrapado en ese gran estacionamiento público que funciona a partir de las cinco en Prados del Este, con carros detenidos en todos los canales de todas las calles y que, a diferencia de los privados, es gratuito. Harto de la cola, logró escurrir su Aveo entre los otros carros y se abrió paso, como pudo, hasta el bingo.
Tengo que aprovechar esta racha. En vez de estar aquí sentado como un idiota recalentando el carro, voy a entrar a probar suerte, pensó.
La oscuridad del local lo cegó al entrar; venía de la claridad de la calle. Se quedó de pie en la puerta, hasta que las luces de colores brillantes de las paredes, la barra de neón azul del bar y los reflejos de la bola de cristal que colgaba del techo le aclararon la vista.
Los sonidos a su alrededor aumentaron su excitación. El inconfundible clink de las tragamonedas, las risas de los ganadores, la letanía del cantador de bingo y la sirena que anunciaba que alguien acababa de salir de la miseria, lo obligaron a sacar la cartera y comprar fichas para jugar.
Se tomó un trago, luego otro y cuando iba por el tercero le preguntó al barman qué juego pagaba más.
-La ruleta, sin duda. El bingo es para las viejas, los dados son de ida y vuelta, en un viaje te dan, y en el otro te lo quitan, pero la ruleta es pa’ machos. Puedes ir apostando de a poco y, cuando tengas un capital, se lo tiras a un solo número y listo. Yo he visto a mucha gente salir de aquí forrada de real.
-La ruleta será, pues.
Siguió las instrucciones de su más reciente amigo, apostando alternativamente al rojo y al negro, a los números pares y los impares, para no ofender a ninguno. Reunió quinientos bolívares y sintió que había llegado el momento:
-Todo al once negro -dijo con calma. Nuevamente sonó la sirena de la fortuna.

Ya había desaparecido el tráfico cuando salió del local. Llevaba en el bolsillo un sobre con un millón en efectivo y tenía ganas de seguir la fiesta. Quién sabe, a lo mejor la vecina le aceptaba una invitación.
Fue a su casa, se duchó y, con su mejor pinta de galán, se disponía a salir cuando recordó su teléfono. Lo había apagado al entrar al bingo, para que nada lo distrajera. Lo prendió y encontró un mensaje recibido cuatro horas atrás:
Resultado de la biopsia: positivo, con metástasis en grado avanzado. Inoperable. El paciente debe acudir a la brevedad al Centro Médico.

El sobre lo retaba desde la mesa. Lo tomó, sacó un bolígrafo y escribió algo en él.
Al menos fui un superhombre por una noche, suspiró antes de saltar por el balcón.

jueves, 23 de junio de 2011

La primera vez

Las vacaciones de Semana Santa se anunciaban aburridas. La presencia de cientos de temporadistas dejaba claro que no sería posible disfrutar de la playa. Como todos los años, montarían campamentos improvisados, sin baño, en el extremo oeste de la bahía, donde se encuentran el rio y el mar. El hedor de las bolsas de basura, competiría con el de los desechos corporales. Además, su esposo le anunció que no iría; tenía que trabajar. Decidió quedarse en Caracas; no quería dejarlo solo.
Un desespero extraño se apoderó de él. Insistía en que había que ir, con argumentos tan banales como que había que pagarle al jardinero, regar la grama, bañar a los perros o pagar la luz, cosas que ella había hecho recientemente.
Ya no me lo creo. En carnavales tampoco nos acompañó, ni en el fin de semana largo. Tiene que haber algo más ¿Será que anda con otra? Algo raro está pasando y voy a averiguar qué es. Aceptó irse. Volvería antes, sin avisar. Si había otra mujer, lo descubriría.
El jueves en la noche le propuso a sus hijos darle una sorpresa a papá:
-¿Qué les parece si nos vamos mañana? Papá está solo. No es justo que nosotros estemos aquí, de vacaciones, mientras él está trabajando.
¿Quién podía resistirse ante tal argumento?
Salieron temprano. Había dormido poco; no podía esperar más.

A través del auricular, una voz metálica, de esas entrenadas para proyectar una imagen de eficiencia, le pidió el número del expediente.
-Es el 1562457214.
-Por favor, manténgase en línea.
Recordó ese día: escuchó un golpe fuerte y seco. Lo sintió reflejarse en el costado, como un latigazo. Después, silencio. Rio. Sí hubo un daño: se le rompió una uña.
-El caso todavía se encuentra en análisis.
-Pero si ya pasaron dos meses ¿Cómo es posible que todavía no tengan una respuesta? Ni siquiera sabemos si lo van a declarar pérdida total.
Discutía por costumbre, pero sin convicción. En realidad no le importaba. A fin de cuentas, un carro son sólo piezas metálicas montadas sobre ruedas. Habían resultado ilesos después de estrellarse contra la defensa de concreto de la ARC, a cien kilómetros por hora, que no es poca cosa.
Mientras la voz navegaba en un mar de tecnicismos, ella pensaba en todo lo que hubiera podido ocurrir: seguro que Titi hubiera roto el parabrisas con la frente. Yo me hubiera podido romper las costillas con el volante, el air bag no se activó. El golpe fue muy duro, aunque Luis iba atrás, también hubiera podido salir disparado, y dejar la cabeza pegada del asfalto.
Rio de nuevo. Tanta angustia por nada; él es incapaz de montarme cachos.
Antes de salir aquella mañana, recordó una frase muy difundida en sus días de juventud, de la que su familia se burlaba con frecuencia. Por primera vez en su vida, y llevaba treinta años manejando, decidió seguir el consejo: “Amárrate a la vida”.

viernes, 20 de mayo de 2011

El bloqueo

El otro día, en el curso de escritura tocamos un tema recurrente en cualquier ocasión y lugar en el que coincidan más de dos escritores: el famoso bloqueo, ese fantasma que ronda nuestro escritorio y se cuelga de nosotros cada vez que nuestra producción creativa sufre un bajón. Pero, aunque ustedes no lo crean, este fenómeno es tan común, no sólo en esta, sino en tantas otras ocupaciones, que, por ejemplo, en el béisbol tiene hasta un nombre: se denomina slump y en español lo usamos con el verbo caer: el jugador cayó en un slump en el mes de abril.
No es de extrañar entonces que ocurra, lo sorprendente es que le ocurre a todo aquel que se dedica a un oficio. Porque, a fin de cuentas, la escritura es un oficio, al igual que la carpintería, la ebanistería, el arte de hacer vitrales, la pintura, la herrería, la música y hasta el deporte.
La escritura no es una carrera formal universitaria como el derecho o la medicina. Repito: es un oficio y, como tal, se aprende con la práctica, con el hacer de cada día. Quienes estudian Comunicación social o Letras, lo tienen algo más fácil, pero no todos los periodistas se convierten en escritores ni tampoco todos los Licenciados en Letras.
Pero ¿y si lo fuera? No hablamos de que un médico o un abogado enfrenten el bloqueo. Entonces, ¿qué pasaría si alguien instituyera la carrera de escritor con pensum y todo? ¿Acaso esto acabaría con el famoso bloqueo? Imaginemos. Podría ser algo así:

Duración: 10 semestres.
Ciclo básico: 6 semestres: debe iniciarse con las normas de ortografía, gramática y sintaxis más elementales, con énfasis especial en la acentuación y la concordancia verbal. Después se estudiarán los grandes clásicos y las diferentes corrientes literarias, a fin de que el alumno, no sólo se familiarice con las mismas, sino que vaya viendo cuál se acomoda mejor a su estilo (o viceversa).
Especialización: 4 semestres. (durante los cuales habría que empezar la tesis, o trabajo de grado).
Áreas de especialización: Novela y novela corta, relato y micro relato, cuento para niños y adultos, ensayo, biografía.
Defensa del trabajo de grado: jurado: incógnita por resolver. Se sugiere un jurado mixto, integrado por académicos y público del vulgo (que no quiere decir que este sea vulgar, ni mucho menos, sino más bien que venga del pueblo, que es, a fin de cuentas, el que abre la cartera para pagar por los libros que soñamos escribir algún día).

Al graduarse, los escritores empezarían a trabajar... ¿dónde? ¿Será que habrá que crear entonces fábricas para escribir libros? O, por el contrario, serán animados a incursionar en la empresa privada. (Esto último suena algo más lógico, si es que este escrito tiene algo de lógica).
¿Resolvería esto el problema? ¿Nos sentiríamos legalmente facultados para ejercer la escritura? ¿Eso acabaría con el bloqueo? Sinceramente, no lo creo, y no lo creo, porque estamos viendo el problema desde el ángulo equivocado o, como diría mi abuela –la mejor escritora que he conocido- estamos poniendo los burros detrás de la carreta o, el carro delante del caballo. (Favor no confundir con halan más dos tetas que dos carretas, ese refrán es para otras ocasiones).
La diferencia entre una profesión y un oficio hay que buscarla mediante la comparación del producto obtenido por profesionales y por artesanos (que también lo somos), no en qué o en quién los faculta para ejercer: las carreras producen trabajo; los oficios producen arte.
¿Acaso se puede decir que un abogado que redacta un documento legal o gana una querella alcanza el arte? ¿Es posible afirmar que una operación de corazón abierto es una obra artística? No, no se puede. Y, en cambio, qué opinión nos merecen El Quijote, Cien años de soledad, La Fiesta del Chivo, La señora Dalloway, Orgullo y prejuicio, El Conde de Montecristo, El hombre y el pez, El entierro del Conde Orgaz, El grito, El rapto de las hijas de Leucipo, La mona Lisa, La piedad, La Capilla Sixtina, El Taj Mahal, El pensador, La novena sinfonía y... pare usted de contar.
Los artistas nacen, pero se hacen con tesón, disciplina y perseverancia. Se los conoce con algo de suerte, es verdad, pero ninguno de los grandes creadores de la humanidad sería recordado si no hubiera trabajado con ahínco para superar el bloqueo, y seguro que todos lo sufrieron alguna vez.
¿Será entonces que nos escondemos detrás del bloqueo para no esforzarnos lo suficiente? Si ese es el caso, les recuerdo que los problemas, al igual que las servilletas de Ignacio, hay que enfrentarlos y, la única forma de hacerlo, es con constancia, dedicación y trabajo honesto.
Entiendo que para quienes se ganan la vida con este oficio, la presión es mayor, (hay que poner comida en la mesa, después de todo) pero para nosotros, que acabamos de iniciarnos en este taller y en este oficio, y no somos más que aprendices, no debe serlo.
¿Qué nos impide sentarnos a la misma mesa que Cervantes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Virginia Wolf, Jane Austen, Alejandro Dumas, Ernest Hemingway o Beethoven? ¿Por qué no podríamos conseguir una invitación al gran banquete de la creación? La única limitante sería que no nos esforzamos como lo hicieron ellos.
El bloqueo se supera con trabajo. Tendremos días más productivos que otros; habrá momentos de júbilo y de rabia; en ocasiones usaremos la tecla delete sin piedad (en lo personal recomiendo abrir un baúl de ideas para cada trabajo: duele menos enviar allí el trabajo que borrarlo), pero una vez creada la rutina de trabajo, se acabará el bloqueo.
Preguntarse si servimos para esto es lo mismo que abrirle la puerta al fantasma del primer párrafo: No lo hagamos. Escribimos porque nos gusta ¿o no? Entonces…a escribir.

jueves, 28 de abril de 2011

El arraigo

El arraigo es lo que nos hace ver nuestro cielo más azul, nuestros bosques más verdes, nuestras flores más hermosas, la espuma de nuestras olas más blanca, el vuelo de nuestros pájaros más alto. Es lo que nos hace percibir nuestra agua más fresca, nuestras quebradas más cantarinas, nuestras risas más alegres, nuestras voces más bellas y nuestros silencios más cálidos, nuestros amaneceres más sublimes y nuestros crepúsculos más románticos.
Es un sentimiento que nos parcializa y que, con razón o sin ella, nos convence de que nuestra comida es la más sabrosa, nuestro café es especial y nuestro chocolate es el mejor del mundo, nuestras danzas son las más bellas, nuestra cultura es la más rica, nuestro acento es el más agradable.
Es lo que nos paraliza cuando oímos nuestra música en otro país, porque la escuchamos más con el corazón que con los oídos. Es lo que nos pone tristes cuando vemos llover desde una ventana que no es la nuestra.
Es lo que nos define como personas, lo que nos identifica con el entorno, es la forma en la que hacemos las cosas, es lo que decimos y como lo hacemos, es como caminamos, es lo que nos permite disfrutar de la soledad en casa y temerla en otro lado.
Es ser dueños de nuestra vida, de nuestro destino, de nuestro aire. Es pisar firme sin temor a hacer ruido, es mirar a los demás sin miedo a ser imprudentes y hasta sonreírle a un desconocido, porque todos nosotros somos cómplices de lo mismo. Es ver la vida distinta, es entender lo que sucede con una mirada, es ser más solidarios.
Es sentir nuestra tierra no sólo como un derecho, sino también como un deber, porque, si bien es cierto que nos la regalaron, llegará el día en que nos tocará encargarnos de ella. Son las raíces que echaron nuestros pies en un pedacito del mundo, más fuertes que las de cualquier árbol centenario; nunca se podrán arrancar.
En fin, no es el miedo a lo desconocido, es el amor a lo propio.

martes, 26 de abril de 2011

Voces

El cordel se deslizó entre sus dedos. Sujetaba un globo azul que se elevó hasta perderse de vista. Se convirtió en un pedacito más de cielo; azul como era. La niña saltaba tratando de alcanzarlo, pero era imposible.
Apenas eran las nueve de la mañana, y ya el aire estaba muy caliente. Tantos cuerpos juntos de pie sobre el asfalto generaban mucho calor. Parecía que empezarían a derretirse de un momento a otro, y que si no partían pronto no podrían hacerlo nunca; la goma de sus zapatos deportivos se adheriría al pavimento ardiente. Por fortuna, esto no ocurrió.
El sudor drenó parte de su energía, pero ni una gota de su entusiasmo. Tampoco decayeron sus banderas. Flotaban invitando a los otros a seguirlas. Después de todo, también les pertenecían. Entonces, ¿por qué había que turnarse para desplegarlas? ¿Por qué unos las podían exhibir sólo en el este y otros debían hacerlo únicamente en el oeste? No lo sé. Quizás alguien pueda explicarlo algún día, aunque sospecho que no será así.
El ejército empezó la marcha cantando. Luchaban por su país, que era el mismo país de los otros, pero que a la vez no lo era. Es extraño, por decir lo menos. Al llegar a su destino las voces cambiaron, al igual que las letras de las canciones. Ahora eran más solemnes. Estaban frente a un altar muy bello, inmenso, como lo requería la escala de esta iglesia erigida sobre la autopista. La levantaron rápido, apenas en una noche, pero no a lo largo, sino a lo ancho de la vía. Esta quedó cortada abruptamente por un andamiaje metálico, como los acantilados le cortan el paso a las montañas, antes de que puedan llegar al mar. Pasar por allí era imposible.
Empezaron a oírse voces provenientes de la parte de atrás del altar. Una marea humana fluía desde el sur y, mientras las voces del norte eran cada vez más dulces, las del sur se iban tornando violentas. Chocaban contra la barrera como las olas encrespadas se estrellan contra las rocas de un malecón.
Lentamente, los del sur se fueron retirando, arrastrando los pies, sudando, arrastrando sus banderas ¿Qué caso tenía quedarse? No podían participar en la misa desde la parte de atrás del púlpito. No podían ver a sus compañeros de lucha. No podían orar con ellos. El río tuvo que torcer su cauce y fluir hacia la fuente, en vez de hacerlo hacia el océano.
La misa empezó. Durante una hora, la fe y la esperanza coparon todos los espacios, todas las mentes, todos los corazones. Sesenta y cinco minutos después acabó la magia. Los obreros desmontaron los andamios. Volaban de uno a otro describiendo piruetas dignas de los acróbatas de un circo. Las plantas, las imágenes, los manteles blancos, todo desapareció.
Los asistentes deshicieron su camino sin haber podido encontrarse con los del sur. Ahora también ellos arrastraban los pies.

martes, 12 de abril de 2011

El Cuadro

La crisis económica golpeó con fuerza al país en el 2009. Sólo en ese año, el número de desempleados se elevó de cuatro a seis millones. Sin embargo, eso no le impedía a Luis derrochar su dinero en los mercados de pulgas. Recorría sus pasillos atestados de trastos durante horas y días, preguntando, tomando notas y regateando. Se jactaba de ser un conocedor.
Exhibía sus cachivaches en la sala de su casa. Solía dar a sus visitas largas peroratas sobre arte, historia y hasta decoración, cuando en realidad no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Era un contador retirado que no había estudiado estas disciplinas. Sus maestros eran los mismos vendedores del mercado, quienes suelen inventar historias increíbles sobre su mercancía, con el objetivo de aumentar su precio.
Ana, la sirvienta, era la víctima principal de sus necedades. Trabajaba en su casa martes y jueves. Llegaba cada día temiendo encontrar un nuevo tesoro, al que debería dedicar horas de limpieza. Para tales fines, su patrón había convertido una de las habitaciones en sala de restauración. Allí guardaba muchos productos abrasivos, que ella utilizaba siguiendo sus instrucciones. Las manos le quedaban hediondas y adoloridas de tanto restregar.
No se atrevía a contradecirlo. Una vez discutieron por un cuadro y él se encolerizó. Estuvo a punto de despedirla ¿Quién se creía ella para atreverse a cuestionarlo? Sólo era una sirvienta. Logró conservar su empleo argumentando que no había recibido una educación tan esmerada como la suya.
Un viernes encontró a su patrón muy ocupado. Intentaba separar un cuadro de su marco. Inició su labor esperando que la llamara para pulir el marco, limpiar el cuadro o cualquier otra extravagancia. Pero pasaron las horas y nada de eso ocurrió. Cuando iba de salida, Luis la abordó con aire triunfal: había logrado su cometido. Tenía el marco en una mano y el cuadro en la otra. Le pidió que, de camino al ascensor, botara el lienzo a la basura. Ella lo tomó y se retiró.
El martes siguiente, Ana no fue a trabajar. Luis encontró una nota en el buzón, en la que ella le explicaba que tenía que irse al campo a cuidar a su abuela. Él siguió con sus expediciones, siempre en búsqueda de nuevos tesoros.
Un día, compró un jarrón de porcelana, supuestamente de la dinastía Ming. Se lo envolvieron en periódico y regresó a su casa emocionado. En el camino se detuvo en la cerrajería. Una pieza tan valiosa requería reforzar la seguridad de su hogar.
Cuando iba a botar el envoltorio, algo llamó su atención. La joven que aparecía en la foto de la primera página le resultaba familiar. Alisó el papel y leyó: “De forma casual, fue encontrado un famoso cuadro perdido de Cezanne, por Ana Robledo, magister en Arte, actualmente desempleada. La obra fue subastada en 35 millones de euros”.

lunes, 4 de abril de 2011

La institución

El calor de las once era aplastante. En el patio de tierra se formaban remolinos de aire caliente que hacían girar hojas y basura en un breve movimiento circular ascendente. Al caer de nuevo, eran empujadas por ráfagas de brisa tibia que levantaban más polvo, en medio de un clima que nubla la razón y hace aflorar en algunos seres humanos los más bajos instintos.
Dentro del edificio todos sabían que algo iba a ocurrir, aunque ninguna señal lo indicara. Ni carteles, ni mensajes, ni siquiera los susurros eran necesarios. Las miradas bastaban para transmitir la información. Las autoridades de la institución eran las únicas que no sospechaban nada.
Lo más probable era que sucediera a las once y media, cuando salían al patio a estirar las piernas. Sólo quedaba esperar que pasara la ronda de vigilantes, que de seguro desaparecería hacia el comedor a esa hora, como era su costumbre.
Aquellos dos se la tenían jurada desde hacía tiempo. Era algo inevitable. Muchos no conocían la razón de ese encono; a nadie parecía importarle. Cada quien había elegido a su campeón, y al salir al descampado ocuparon su lugar tras él.
Aparecieron dos navajas. Su filo cortaba el aire, tomando para sí el resplandor del sol inclemente, lanzando destellos que seguían el movimiento vertiginoso del metal. Dos cuerpos masculinos empapados de sudor giraban, saltaban hacia adelante empuñando sus cuchillos y retrocedían, como guerreros veteranos.
Brotó la primera gota de sangre, seguida de muchas otras. Un tajo profundo en el brazo derecho de uno de los adversarios, hizo sospechar que se acercaba el final, pero no fue así. Nadie daba cuartel y nadie lo pedía. Hicieron falta muchos cortes en caras, manos, pechos y espaldas antes de que llegara la estocada final. Pedro, diestro y más bajo que su oponente, se agachó y luego se impulsó hacia arriba, con el brazo estirado y los músculos en tensión. Logró enterrar el arma entre las costillas de su rival, alcanzando su corazón. Juan cayó tendido de bruces. Su cuerpo se estremeció unos segundos. Luego dejó de moverse.
La masa humana transformada en jauría salvaje gritaba cada vez más alto, lo que finalmente alertó a las autoridades. El director bajó al patio corriendo, en compañía de dos guardias, pero ya no había nada que hacer: Juan había muerto y Pedro estaba mal herido. Perdía mucha sangre. Lo trasladaron a un hospital cercano. La fiscalía acudió al lugar de los hechos, pero no encontró testigos. Nadie sabía nada. Todo había terminado.
Maestros y compañeros del occiso, alumno de sexto grado del colegio Aníbal Guerra de Guarenas, acudieron al velorio. Una semana estuvo cerrada la unidad educativa, mientras la policía hacía las investigaciones de rigor. Sólo el calor y la brisa polvorienta recorrieron el patio del plantel durante ese tiempo.

jueves, 31 de marzo de 2011

Talento desperdiciado

Había pasado mucho tiempo desde que se vieron por última vez. Quizás por ello el nerviosismo con que Andrés la esperaba. En ese encuentro, ella llevaba el cabello largo, lacio y castaño. Caía sin ataduras, libre sobre la espalda, como toda ella, un ser que había llegado a este mundo con un espíritu que no admitía ninguna restricción, so pena de padecer ataques de ira rabiosa.
Llegó corriendo, pero no porque tratara de minimizar su retraso. Simplemente le gustaba correr. Era como una niña, siempre iba corriendo a todas partes, sin una razón en especial.
No se disculpó por llegar tarde, se limitó a darle un fuerte abrazo y un gran beso en la mejilla.
Caminaron hacia el parque, compraron helados, se sentaron en un banco de madera y, lejos de ponerse al corriente de sus vidas, a petición de ella, se quedaron contemplando el vuelo de las golondrinas que empezaban a llegar; primero dos, después diez, luego veinte, hasta alcanzar el centenar. Parecían llevar siempre mucha prisa por llegar a alguna parte. Andrés rompió el silencio.
-Elisa, ¿qué has estado haciendo?
-Nada -respondió ella, sin vacilar y sin corresponder a su pregunta.
-Y, ¿qué quieres hacer?
-Nada en especial.
-Veo que te cortaste el pelo.
-Era un fastidio tener que peinarse, contestó ella, mientras saboreaba su helado de fresa.
-¿No has pensado en volver a pintar? Yo estoy haciendo retratos en carboncillo. Me gusta.
-¿Para qué?
-Porque eres muy buena.
-Eso es un por qué. Yo quiero saber para qué.
-Para vivir, tontita.
-Yo vivo, de verdad vivo, no como tú ni como los demás. Ustedes hacen cosas, las suman como para rellenar el tiempo y llaman a eso vivir. Yo, en cambio, vivo como ellas –dijo al tiempo que señalaba las gaviotas.
-Respiro, siento, vivo libre…ojalá pudiera volar como ellas.
-Pero tú tienes alas, son el lienzo. Puedes volar a través del arte.
Hizo sonar la lengua contra los dientes en señal de fastidio, se levantó y se fue, sin siquiera despedirse, llevándose con ella su talento atrapado entre las redes de su eterno fastidio, desperdiciado por una estupidez infinita.

martes, 29 de marzo de 2011

El anillo

Alex acababa de comprar su primer apartamento. Para lograrlo había tenido que empeñar hasta la camisa. Le debía a cada santo una vela, y era un hombre muy devoto. Miguel, un empresario cubano exitoso y gran amigo lo llamó una tarde. La pareja que habían conocido el verano pasado en París haría una breve parada en Caracas, únicamente para reunirse con ellos. Su presupuesto no contemplaba imprevistos y su próxima quincena estaba a años luz de distancia. Ellos sólo estarían una noche en la ciudad.
Miguel había hecho las reservaciones en Kala, un restaurante carísimo. No podía echarse para atrás, quería ver a sus amigos, quienes los habían colmado de atenciones en Europa, y además deseaba pagar la cuenta esa noche. Miguel lo había invitado ya demasiadas veces.
Sin mucho tiempo para pensarlo, se ofreció a recoger a la pareja en su hotel. Antes de salir de su casa, echó una última mirada a sus tarjetas de crédito. Temía que las rechazaran.
Mientras esperaba en la recepción del Marriot detalló el lugar. El lujo lo desbordó. Se sintió aún más pobre. Irama y Jackes bajaron. Parecían estrellas de cine: ella era una morena espigada bellísima. Él, un rubio alto y elegante.
La velada transcurría placenteramente. Lo único que desentonaba era una agitación en la mesa de al lado. Sus ocupantes estaban bastante exaltados. Logró descifrar el motivo cuando los mesoneros se sumaron a lo que interpretó como una búsqueda frenética.
Vio un destello entre la pata de un mueble y la pared. Caminó hacia él, se agachó y tomó lo que resultó ser un anillo de oro, con un brillante bastante grande.
Se volvió a mirar el salón. Nadie había notado nada. Sus amigos platicaban animadamente. La atención de la dueña de la joya y sus acompañantes estaba enfocada en el área inmediata a su mesa.
Lo examinó con disimulo. Su peso, el tamaño de la piedra y el disgusto de quienes lo buscaban, le permitieron hacer un cálculo rápido de su valor. Sonrió. Una expresión de triunfo acompañaba su semblante. Inició una marcha lenta hacia la mesa, con el anillo oculto en su puño. La solución a sus problemas económicos estaba en su mano.
-Perdón señora, ¿es esto lo que están buscando? –preguntó mientras entregaba la sortija a su dueña.
-Sí señor, gracias –respondió la mujer emocionada. Reía y lloraba a la vez.
-No hay de qué.
-Limpio, pero honrado –pensó, mientras regresaba a su mesa.
Poco después, recibieron una botella, cortesía de los comensales vecinos. Se acercaba el final de la noche. Sus preocupaciones se renovaron. ¿Cómo pagaría la cena? Mientras pensaba en esto, le hizo al mesonero una señal para que les trajera la cuenta y, para su sorpresa, este les indicó que ya había sido pagada.
-¿Será esto lo que llaman Karma? –pensó.
Celebraron el gesto de sus vecinos con otra botella de vino, por la que pagó encantado.

Las cartas de mi abuela

Mi abuela es la mejor escritora que he conocido, cosa bastante sorprendente para alguien que no sabía escribir con propiedad. De alguna manera logró completar tres o cuatro grados de primaria, que no fueron suficientes para permitirle dominar las normas básicas de ortografía, gramática y sintaxis que rigen nuestro idioma.
Sin embargo, no le hacían falta. Ella lograba comunicar sus ideas, experiencias y anécdotas con la ayuda de un bolígrafo de tinta azul, que en ocasiones dejaba charquitos de tinta al final de las palabras, y hojas blancas sobre las cuales trazaba líneas claritas a lápiz, que borraba al terminar la carta. La invención del papel rayado le ahorró mucho trabajo.
Jamás entendió la necesidad de tener dos íes, la griega y la latina, porque ambas sonaban igual. Entonces, ¿para qué complicarnos la vida con dos letras que hacían lo mismo? Las utilizaba indistintamente como vocal o conjunción, siguiendo la inspiración del momento. Tampoco imaginaba la utilidad de la hache, la letra muda, la de las “almoadas”, las “alajas” y la flor de “azar”, pero que jamás omitió al referirse a la Alhambra. Quizás porque esta última quedaba muy cerca del pueblo donde nació.
Pasé poco tiempo con ella, vivíamos muy lejos, pero su pasión por las letras lograba franquear la distancia que nos separaba y, por curioso que parezca, en ocasiones estábamos más al corriente de su vida que de la de otros parientes que vivían a minutos de mi casa. Tampoco le gustaba hablar por teléfono: lo suyo era escribir. Todos los meses recibíamos una de sus cartas.
Recuerdo con especial cariño las que me enviaba por mi cumpleaños. Cada veintidós de noviembre esperaba con ansias al cartero. En ocasiones llegaban antes, pero nunca después; se aseguraba de que fueran entregadas a tiempo marcándolas como “certificada” y “urgente” y colocándoles el doble de las estampillas requeridas. Además, empezaba a escribirlas el primero de octubre: el servicio postal necesitaba quince días para entregarlas; ella poco más de un mes para redactarlas.
Su caligrafía, de caracteres grandes y generosos, era de trazos irregulares, problema este que se agravó cuando la artritis le deformó las manos. Mi mamá me leyó las primeras cartas, porque, por más que me empeñaba, no lograba entenderlas. Escucharlas era un placer.
Con el tiempo, aprendí a leerlas por mí misma. Esas crónicas deliciosas me llevaron de su mano por La Gran Vía, me aliviaron el calor del verano en La Cibeles, me hicieron cruzar las puertas de Alcalá y contemplar las maravillas del Parque del Retiro.
Gracias a su prosa sencilla, supe que en ese lugar no se pueden cortar las flores. En 1.930, ella paseaba con mi abuelo y vio una rosa espectacular. Cuando pensaron que nadie los veía, él la cortó y se la dio. Inmediatamente apareció un policía que le impuso una multa de ciento cincuenta pesetas. Quizás hoy en día esa suma parezca ridícula, ni siquiera la moneda existe, pero en aquella época era una cifra exorbitante. Y lo peor fue que no le permitieron conservarla. Después de pagar la multa, le pidió al policía que se la devolviera, pero el funcionario se limitó a responderle: –aquí no se venden flores.
Fue una escritora muy dedicada. Le tomaba treinta días escribir las cuatro páginas que nos enviaba sin falta cada mes. En muchas de ellas empezaba diciendo: "Acabo de echar la carta en el correo..." Siempre estaba escribiendo.
Las cataratas interrumpieron su trabajo a la edad de ochenta y dos años. No encontró a quien dictárselas.

Vivian

Al llegar a la avenida, Javier fue sorprendido por tres patrullas policiales, una ambulancia y una camioneta negra y larga que no pudo identificar, estacionadas frente a su edificio. Temió lo peor. La que fuera una zona residencial segura, se había ido convirtiendo en blanco de robos, a todas horas.
Subió la escalera hasta el tercer piso, saltando los escalones de dos en dos. Las puertas de los cuatro apartamentos estaban abiertas de par en par, incluida la suya y sus vecinos hablaban atropelladamente.
Su esposa lo saludó y le señaló el televisor, donde transmitían en vivo, una noticia desde el lugar de los acontecimientos. Reconoció su calle, su edificio y alcanzó a ver partir la camioneta negra que antes no había podido reconocer. En la toma de la parte posterior de la misma leyó “Forense”.
La voz de la reportera relataba lo ocurrido: Vivian Gómez, de 17 años, se lanzó al vacío desde su habitación en un apartamento del cuarto piso, luego de ver un video de You tube, en el que aparecía su novio, teniendo relaciones con su mejor amiga.

Eloísa

Marlene subió al baño de Eloísa, su hermana mayor, con Gregorio, un arquitecto amigo de la familia. Una sombra oscura e irregular bordeaba la bañera, dando un aspecto horrendo a ese ambiente tan bien decorado, en el que destacaba una colección de muestras de perfumes, colocados sobre repisas de cristal, cortadas a medida. El mármol travertino no había sido una buena elección para el piso; es muy poroso.
Él sugirió aplicar algún limpiador, pero ella le explicó que nada había funcionado: las manchas de sangre, simplemente no salen.
Le contó que a Eloísa la encontraron en la bañera, con profundos cortes en las muñecas. En su laptop se veía un video en el que su novio aparecía con su mejor amiga.

Susana

Las olas se estrellaban con fuerza contra el malecón, levantando montañas de espuma. Su ronco rugido terminaba en un silbido apenas audible, mientras el mar se retiraba de nuevo a sus dominios lamiendo la arena.
Aquella mañana, lamía algo más: un vestido rojo, unos pies pequeños, una melena negra. Se llamaba Susana.
La encontró un deportista, quien dio aviso a las autoridades. El forense encontró en su mano una nota, en la que aún se podía leer: “No puedo más”.
Su esposo acudió a la morgue a reconocer el cadáver; lo que no pudo reconocer fueron sus motivos. Nunca pensó que la depresión la acorralara de tal manera. Estaba desolado.