jueves, 22 de julio de 2010

Aprender a ser yo

Elisa estaba sentada en el patio del colegio, esperando su turno para reunirse con los profesores de su hijo. Con algo de nostalgia, veía a los niños jugar. Le parecía que fue apenas ayer cuando llevó a su pequeño de la mano a presentar el examen de admisión, pero no; habían pasado ya once años desde aquel día y catorce desde que lo hizo con su hija mayor.
No tenía prisa. Se había propuesto disfrutar ese último momento; esa última entrega de boleta. Además, no había motivo de que preocupación, las calificaciones de José eran excelentes y había logrado ingresar a la mejor universidad del país, en la cual su hija mayor iba por la mitad de la carrera. Ya todo estaba hecho.
-¿Ahora qué vendrá?-se preguntaba-A reinventarme de nuevo. Aprendí a ser estudiante, hasta que se me acabó la carrera y aprendí a trabajar. Aprendí a ser novia, hasta que me casé. Entonces aprendí a ser esposa y luego, aprendí a estar embarazada. Después aprendí a ser mamá, aun cuando descubrí con horror que los niños vienen sin manual. Aprendí a buscar pediatra y a no estar de acuerdo con él. Aprendí a buscar cupo en colegios, a asistir a reuniones y a apertrecharme con un arsenal de marcadores de colores, cartulinas, plastilina y paletas de helado, para cuando mis pequeños me entregaban los domingos en la noche la circular arrugada, que había paseado varios días en el bulto, en la cual las maestras me pedían cualquiera de estos materiales. En los colegios, también aprendí a dejar de ser yo para convertirme en la mama de. Aprendí a aguardar rezando durante eternos exámenes de admisión en varias universidades. Aprendí a organizar sacramentos, ya llevo seis; tres por cada hijo, y todo esto sin descuidar mi trabajo, para el que nunca estuve preparada y que también ha de cambiar pronto.
Ya llevo casi medio siglo parada en este planeta y ahora tengo que aprender a ser yo de nuevo. A partir de hoy, después de la última firma en el libro de informes, la cual de alguna manera pone fin a este contrato, ya no seré más la mamá de. Adoro a mi familia, pero seré libre de nuevo. Ahora tengo que aprender a ser yo-
En ese momento, su sexto sentido, agudizado durante años en ese mismo patio, le advirtió de un proyectil que se aproximaba veloz a su cabeza y abandonó sus meditaciones. Volvió a la realidad justo a tiempo para atrapar el balón que había pateado uno de los niños. Deliberadamente lo retuvo y esperó que su dueño se le acercara, pero llegó su turno y en un último acto académico lo chutó directo a puerta y se anotó otro gran gol.

sábado, 10 de julio de 2010

La estación

A través de los cristales del techo abovedado de la estación de trenes se empezaba a filtrar la luz de la mañana. A su antojo brillaba el mármol travertino de pisos y paredes y el pulido bronce de los postes que sujetaban largas cintas forradas de terciopelo rojo, las cuales guiaban a los pasajeros hacia la venta de boletos.
Detrás del mostrador, en lo alto de la pared, cuya descomunal altura la daba al recinto un aspecto solemne de catedral, una enorme cartelera informaba los itinerarios de los trenes que llegaban y salían de la estación con rigurosa puntualidad.
El personal de la Agencia General Ferroviaria ya ocupaba sus puestos de trabajo, enfundado en su inconfundible traje azul marino. Diligentes, atendían al cada vez más creciente número de viajeros, que comenzaba a alinearse en ordenadas filas ante las taquillas.
Largas cadenas humanas desaparecían en el interior de los vagones, para emigrar desde los suburbios hacia sus empleos en la gran ciudad, en medio del silbido de las locomotoras, el traqueteo característico de los rieles y el resoplido de vapor de sus máquinas. Al final de la tarde, las puertas acristaladas liberaban masas ingentes de rostros cansados que retornaban a sus hogares.


Por Irene de Santos

domingo, 4 de julio de 2010

Escena de la película: El secreto de sus ojos

El escritor inicia una novela

Rodeado por el silencio de la noche y envuelto en una luz tenue, un escritor comenzaba a escribir su primera novela. El papel en blanco desplegado frente a él, que pareciera retarlo a empezar, era el enemigo a vencer. Estaba armado con un cuaderno, una estilográfica y el recuerdo de un suceso violento, que le cambió la vida veinticinco años atrás.
Cuánto le costaba elegir el mejor camino para adentrarse en una historia de la que él formaba parte. Enfocaba el primer capítulo de la trama desde tres ángulos diferentes: la emotiva despedida de un hombre y una mujer en una estación de trenes; el último desayuno de una joven pareja y la terrible violación de una mujer.
Con rabia desechaba una escena tras otra, arrugando el papel en el cual la había escrito y lanzándolo al cesto de la basura. Sin embargo, cuando interrumpe la narración del crimen, pliega la hoja con delicadeza, casi con ternura, como si al estrujarla cometiera una afrenta contra la memoria de la víctima.


Por Irene de Santos