martes, 26 de abril de 2011

Voces

El cordel se deslizó entre sus dedos. Sujetaba un globo azul que se elevó hasta perderse de vista. Se convirtió en un pedacito más de cielo; azul como era. La niña saltaba tratando de alcanzarlo, pero era imposible.
Apenas eran las nueve de la mañana, y ya el aire estaba muy caliente. Tantos cuerpos juntos de pie sobre el asfalto generaban mucho calor. Parecía que empezarían a derretirse de un momento a otro, y que si no partían pronto no podrían hacerlo nunca; la goma de sus zapatos deportivos se adheriría al pavimento ardiente. Por fortuna, esto no ocurrió.
El sudor drenó parte de su energía, pero ni una gota de su entusiasmo. Tampoco decayeron sus banderas. Flotaban invitando a los otros a seguirlas. Después de todo, también les pertenecían. Entonces, ¿por qué había que turnarse para desplegarlas? ¿Por qué unos las podían exhibir sólo en el este y otros debían hacerlo únicamente en el oeste? No lo sé. Quizás alguien pueda explicarlo algún día, aunque sospecho que no será así.
El ejército empezó la marcha cantando. Luchaban por su país, que era el mismo país de los otros, pero que a la vez no lo era. Es extraño, por decir lo menos. Al llegar a su destino las voces cambiaron, al igual que las letras de las canciones. Ahora eran más solemnes. Estaban frente a un altar muy bello, inmenso, como lo requería la escala de esta iglesia erigida sobre la autopista. La levantaron rápido, apenas en una noche, pero no a lo largo, sino a lo ancho de la vía. Esta quedó cortada abruptamente por un andamiaje metálico, como los acantilados le cortan el paso a las montañas, antes de que puedan llegar al mar. Pasar por allí era imposible.
Empezaron a oírse voces provenientes de la parte de atrás del altar. Una marea humana fluía desde el sur y, mientras las voces del norte eran cada vez más dulces, las del sur se iban tornando violentas. Chocaban contra la barrera como las olas encrespadas se estrellan contra las rocas de un malecón.
Lentamente, los del sur se fueron retirando, arrastrando los pies, sudando, arrastrando sus banderas ¿Qué caso tenía quedarse? No podían participar en la misa desde la parte de atrás del púlpito. No podían ver a sus compañeros de lucha. No podían orar con ellos. El río tuvo que torcer su cauce y fluir hacia la fuente, en vez de hacerlo hacia el océano.
La misa empezó. Durante una hora, la fe y la esperanza coparon todos los espacios, todas las mentes, todos los corazones. Sesenta y cinco minutos después acabó la magia. Los obreros desmontaron los andamios. Volaban de uno a otro describiendo piruetas dignas de los acróbatas de un circo. Las plantas, las imágenes, los manteles blancos, todo desapareció.
Los asistentes deshicieron su camino sin haber podido encontrarse con los del sur. Ahora también ellos arrastraban los pies.

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