jueves, 31 de marzo de 2011

Talento desperdiciado

Había pasado mucho tiempo desde que se vieron por última vez. Quizás por ello el nerviosismo con que Andrés la esperaba. En ese encuentro, ella llevaba el cabello largo, lacio y castaño. Caía sin ataduras, libre sobre la espalda, como toda ella, un ser que había llegado a este mundo con un espíritu que no admitía ninguna restricción, so pena de padecer ataques de ira rabiosa.
Llegó corriendo, pero no porque tratara de minimizar su retraso. Simplemente le gustaba correr. Era como una niña, siempre iba corriendo a todas partes, sin una razón en especial.
No se disculpó por llegar tarde, se limitó a darle un fuerte abrazo y un gran beso en la mejilla.
Caminaron hacia el parque, compraron helados, se sentaron en un banco de madera y, lejos de ponerse al corriente de sus vidas, a petición de ella, se quedaron contemplando el vuelo de las golondrinas que empezaban a llegar; primero dos, después diez, luego veinte, hasta alcanzar el centenar. Parecían llevar siempre mucha prisa por llegar a alguna parte. Andrés rompió el silencio.
-Elisa, ¿qué has estado haciendo?
-Nada -respondió ella, sin vacilar y sin corresponder a su pregunta.
-Y, ¿qué quieres hacer?
-Nada en especial.
-Veo que te cortaste el pelo.
-Era un fastidio tener que peinarse, contestó ella, mientras saboreaba su helado de fresa.
-¿No has pensado en volver a pintar? Yo estoy haciendo retratos en carboncillo. Me gusta.
-¿Para qué?
-Porque eres muy buena.
-Eso es un por qué. Yo quiero saber para qué.
-Para vivir, tontita.
-Yo vivo, de verdad vivo, no como tú ni como los demás. Ustedes hacen cosas, las suman como para rellenar el tiempo y llaman a eso vivir. Yo, en cambio, vivo como ellas –dijo al tiempo que señalaba las gaviotas.
-Respiro, siento, vivo libre…ojalá pudiera volar como ellas.
-Pero tú tienes alas, son el lienzo. Puedes volar a través del arte.
Hizo sonar la lengua contra los dientes en señal de fastidio, se levantó y se fue, sin siquiera despedirse, llevándose con ella su talento atrapado entre las redes de su eterno fastidio, desperdiciado por una estupidez infinita.

martes, 29 de marzo de 2011

El anillo

Alex acababa de comprar su primer apartamento. Para lograrlo había tenido que empeñar hasta la camisa. Le debía a cada santo una vela, y era un hombre muy devoto. Miguel, un empresario cubano exitoso y gran amigo lo llamó una tarde. La pareja que habían conocido el verano pasado en París haría una breve parada en Caracas, únicamente para reunirse con ellos. Su presupuesto no contemplaba imprevistos y su próxima quincena estaba a años luz de distancia. Ellos sólo estarían una noche en la ciudad.
Miguel había hecho las reservaciones en Kala, un restaurante carísimo. No podía echarse para atrás, quería ver a sus amigos, quienes los habían colmado de atenciones en Europa, y además deseaba pagar la cuenta esa noche. Miguel lo había invitado ya demasiadas veces.
Sin mucho tiempo para pensarlo, se ofreció a recoger a la pareja en su hotel. Antes de salir de su casa, echó una última mirada a sus tarjetas de crédito. Temía que las rechazaran.
Mientras esperaba en la recepción del Marriot detalló el lugar. El lujo lo desbordó. Se sintió aún más pobre. Irama y Jackes bajaron. Parecían estrellas de cine: ella era una morena espigada bellísima. Él, un rubio alto y elegante.
La velada transcurría placenteramente. Lo único que desentonaba era una agitación en la mesa de al lado. Sus ocupantes estaban bastante exaltados. Logró descifrar el motivo cuando los mesoneros se sumaron a lo que interpretó como una búsqueda frenética.
Vio un destello entre la pata de un mueble y la pared. Caminó hacia él, se agachó y tomó lo que resultó ser un anillo de oro, con un brillante bastante grande.
Se volvió a mirar el salón. Nadie había notado nada. Sus amigos platicaban animadamente. La atención de la dueña de la joya y sus acompañantes estaba enfocada en el área inmediata a su mesa.
Lo examinó con disimulo. Su peso, el tamaño de la piedra y el disgusto de quienes lo buscaban, le permitieron hacer un cálculo rápido de su valor. Sonrió. Una expresión de triunfo acompañaba su semblante. Inició una marcha lenta hacia la mesa, con el anillo oculto en su puño. La solución a sus problemas económicos estaba en su mano.
-Perdón señora, ¿es esto lo que están buscando? –preguntó mientras entregaba la sortija a su dueña.
-Sí señor, gracias –respondió la mujer emocionada. Reía y lloraba a la vez.
-No hay de qué.
-Limpio, pero honrado –pensó, mientras regresaba a su mesa.
Poco después, recibieron una botella, cortesía de los comensales vecinos. Se acercaba el final de la noche. Sus preocupaciones se renovaron. ¿Cómo pagaría la cena? Mientras pensaba en esto, le hizo al mesonero una señal para que les trajera la cuenta y, para su sorpresa, este les indicó que ya había sido pagada.
-¿Será esto lo que llaman Karma? –pensó.
Celebraron el gesto de sus vecinos con otra botella de vino, por la que pagó encantado.

Las cartas de mi abuela

Mi abuela es la mejor escritora que he conocido, cosa bastante sorprendente para alguien que no sabía escribir con propiedad. De alguna manera logró completar tres o cuatro grados de primaria, que no fueron suficientes para permitirle dominar las normas básicas de ortografía, gramática y sintaxis que rigen nuestro idioma.
Sin embargo, no le hacían falta. Ella lograba comunicar sus ideas, experiencias y anécdotas con la ayuda de un bolígrafo de tinta azul, que en ocasiones dejaba charquitos de tinta al final de las palabras, y hojas blancas sobre las cuales trazaba líneas claritas a lápiz, que borraba al terminar la carta. La invención del papel rayado le ahorró mucho trabajo.
Jamás entendió la necesidad de tener dos íes, la griega y la latina, porque ambas sonaban igual. Entonces, ¿para qué complicarnos la vida con dos letras que hacían lo mismo? Las utilizaba indistintamente como vocal o conjunción, siguiendo la inspiración del momento. Tampoco imaginaba la utilidad de la hache, la letra muda, la de las “almoadas”, las “alajas” y la flor de “azar”, pero que jamás omitió al referirse a la Alhambra. Quizás porque esta última quedaba muy cerca del pueblo donde nació.
Pasé poco tiempo con ella, vivíamos muy lejos, pero su pasión por las letras lograba franquear la distancia que nos separaba y, por curioso que parezca, en ocasiones estábamos más al corriente de su vida que de la de otros parientes que vivían a minutos de mi casa. Tampoco le gustaba hablar por teléfono: lo suyo era escribir. Todos los meses recibíamos una de sus cartas.
Recuerdo con especial cariño las que me enviaba por mi cumpleaños. Cada veintidós de noviembre esperaba con ansias al cartero. En ocasiones llegaban antes, pero nunca después; se aseguraba de que fueran entregadas a tiempo marcándolas como “certificada” y “urgente” y colocándoles el doble de las estampillas requeridas. Además, empezaba a escribirlas el primero de octubre: el servicio postal necesitaba quince días para entregarlas; ella poco más de un mes para redactarlas.
Su caligrafía, de caracteres grandes y generosos, era de trazos irregulares, problema este que se agravó cuando la artritis le deformó las manos. Mi mamá me leyó las primeras cartas, porque, por más que me empeñaba, no lograba entenderlas. Escucharlas era un placer.
Con el tiempo, aprendí a leerlas por mí misma. Esas crónicas deliciosas me llevaron de su mano por La Gran Vía, me aliviaron el calor del verano en La Cibeles, me hicieron cruzar las puertas de Alcalá y contemplar las maravillas del Parque del Retiro.
Gracias a su prosa sencilla, supe que en ese lugar no se pueden cortar las flores. En 1.930, ella paseaba con mi abuelo y vio una rosa espectacular. Cuando pensaron que nadie los veía, él la cortó y se la dio. Inmediatamente apareció un policía que le impuso una multa de ciento cincuenta pesetas. Quizás hoy en día esa suma parezca ridícula, ni siquiera la moneda existe, pero en aquella época era una cifra exorbitante. Y lo peor fue que no le permitieron conservarla. Después de pagar la multa, le pidió al policía que se la devolviera, pero el funcionario se limitó a responderle: –aquí no se venden flores.
Fue una escritora muy dedicada. Le tomaba treinta días escribir las cuatro páginas que nos enviaba sin falta cada mes. En muchas de ellas empezaba diciendo: "Acabo de echar la carta en el correo..." Siempre estaba escribiendo.
Las cataratas interrumpieron su trabajo a la edad de ochenta y dos años. No encontró a quien dictárselas.

Vivian

Al llegar a la avenida, Javier fue sorprendido por tres patrullas policiales, una ambulancia y una camioneta negra y larga que no pudo identificar, estacionadas frente a su edificio. Temió lo peor. La que fuera una zona residencial segura, se había ido convirtiendo en blanco de robos, a todas horas.
Subió la escalera hasta el tercer piso, saltando los escalones de dos en dos. Las puertas de los cuatro apartamentos estaban abiertas de par en par, incluida la suya y sus vecinos hablaban atropelladamente.
Su esposa lo saludó y le señaló el televisor, donde transmitían en vivo, una noticia desde el lugar de los acontecimientos. Reconoció su calle, su edificio y alcanzó a ver partir la camioneta negra que antes no había podido reconocer. En la toma de la parte posterior de la misma leyó “Forense”.
La voz de la reportera relataba lo ocurrido: Vivian Gómez, de 17 años, se lanzó al vacío desde su habitación en un apartamento del cuarto piso, luego de ver un video de You tube, en el que aparecía su novio, teniendo relaciones con su mejor amiga.

Eloísa

Marlene subió al baño de Eloísa, su hermana mayor, con Gregorio, un arquitecto amigo de la familia. Una sombra oscura e irregular bordeaba la bañera, dando un aspecto horrendo a ese ambiente tan bien decorado, en el que destacaba una colección de muestras de perfumes, colocados sobre repisas de cristal, cortadas a medida. El mármol travertino no había sido una buena elección para el piso; es muy poroso.
Él sugirió aplicar algún limpiador, pero ella le explicó que nada había funcionado: las manchas de sangre, simplemente no salen.
Le contó que a Eloísa la encontraron en la bañera, con profundos cortes en las muñecas. En su laptop se veía un video en el que su novio aparecía con su mejor amiga.

Susana

Las olas se estrellaban con fuerza contra el malecón, levantando montañas de espuma. Su ronco rugido terminaba en un silbido apenas audible, mientras el mar se retiraba de nuevo a sus dominios lamiendo la arena.
Aquella mañana, lamía algo más: un vestido rojo, unos pies pequeños, una melena negra. Se llamaba Susana.
La encontró un deportista, quien dio aviso a las autoridades. El forense encontró en su mano una nota, en la que aún se podía leer: “No puedo más”.
Su esposo acudió a la morgue a reconocer el cadáver; lo que no pudo reconocer fueron sus motivos. Nunca pensó que la depresión la acorralara de tal manera. Estaba desolado.