jueves, 28 de abril de 2011

El arraigo

El arraigo es lo que nos hace ver nuestro cielo más azul, nuestros bosques más verdes, nuestras flores más hermosas, la espuma de nuestras olas más blanca, el vuelo de nuestros pájaros más alto. Es lo que nos hace percibir nuestra agua más fresca, nuestras quebradas más cantarinas, nuestras risas más alegres, nuestras voces más bellas y nuestros silencios más cálidos, nuestros amaneceres más sublimes y nuestros crepúsculos más románticos.
Es un sentimiento que nos parcializa y que, con razón o sin ella, nos convence de que nuestra comida es la más sabrosa, nuestro café es especial y nuestro chocolate es el mejor del mundo, nuestras danzas son las más bellas, nuestra cultura es la más rica, nuestro acento es el más agradable.
Es lo que nos paraliza cuando oímos nuestra música en otro país, porque la escuchamos más con el corazón que con los oídos. Es lo que nos pone tristes cuando vemos llover desde una ventana que no es la nuestra.
Es lo que nos define como personas, lo que nos identifica con el entorno, es la forma en la que hacemos las cosas, es lo que decimos y como lo hacemos, es como caminamos, es lo que nos permite disfrutar de la soledad en casa y temerla en otro lado.
Es ser dueños de nuestra vida, de nuestro destino, de nuestro aire. Es pisar firme sin temor a hacer ruido, es mirar a los demás sin miedo a ser imprudentes y hasta sonreírle a un desconocido, porque todos nosotros somos cómplices de lo mismo. Es ver la vida distinta, es entender lo que sucede con una mirada, es ser más solidarios.
Es sentir nuestra tierra no sólo como un derecho, sino también como un deber, porque, si bien es cierto que nos la regalaron, llegará el día en que nos tocará encargarnos de ella. Son las raíces que echaron nuestros pies en un pedacito del mundo, más fuertes que las de cualquier árbol centenario; nunca se podrán arrancar.
En fin, no es el miedo a lo desconocido, es el amor a lo propio.

martes, 26 de abril de 2011

Voces

El cordel se deslizó entre sus dedos. Sujetaba un globo azul que se elevó hasta perderse de vista. Se convirtió en un pedacito más de cielo; azul como era. La niña saltaba tratando de alcanzarlo, pero era imposible.
Apenas eran las nueve de la mañana, y ya el aire estaba muy caliente. Tantos cuerpos juntos de pie sobre el asfalto generaban mucho calor. Parecía que empezarían a derretirse de un momento a otro, y que si no partían pronto no podrían hacerlo nunca; la goma de sus zapatos deportivos se adheriría al pavimento ardiente. Por fortuna, esto no ocurrió.
El sudor drenó parte de su energía, pero ni una gota de su entusiasmo. Tampoco decayeron sus banderas. Flotaban invitando a los otros a seguirlas. Después de todo, también les pertenecían. Entonces, ¿por qué había que turnarse para desplegarlas? ¿Por qué unos las podían exhibir sólo en el este y otros debían hacerlo únicamente en el oeste? No lo sé. Quizás alguien pueda explicarlo algún día, aunque sospecho que no será así.
El ejército empezó la marcha cantando. Luchaban por su país, que era el mismo país de los otros, pero que a la vez no lo era. Es extraño, por decir lo menos. Al llegar a su destino las voces cambiaron, al igual que las letras de las canciones. Ahora eran más solemnes. Estaban frente a un altar muy bello, inmenso, como lo requería la escala de esta iglesia erigida sobre la autopista. La levantaron rápido, apenas en una noche, pero no a lo largo, sino a lo ancho de la vía. Esta quedó cortada abruptamente por un andamiaje metálico, como los acantilados le cortan el paso a las montañas, antes de que puedan llegar al mar. Pasar por allí era imposible.
Empezaron a oírse voces provenientes de la parte de atrás del altar. Una marea humana fluía desde el sur y, mientras las voces del norte eran cada vez más dulces, las del sur se iban tornando violentas. Chocaban contra la barrera como las olas encrespadas se estrellan contra las rocas de un malecón.
Lentamente, los del sur se fueron retirando, arrastrando los pies, sudando, arrastrando sus banderas ¿Qué caso tenía quedarse? No podían participar en la misa desde la parte de atrás del púlpito. No podían ver a sus compañeros de lucha. No podían orar con ellos. El río tuvo que torcer su cauce y fluir hacia la fuente, en vez de hacerlo hacia el océano.
La misa empezó. Durante una hora, la fe y la esperanza coparon todos los espacios, todas las mentes, todos los corazones. Sesenta y cinco minutos después acabó la magia. Los obreros desmontaron los andamios. Volaban de uno a otro describiendo piruetas dignas de los acróbatas de un circo. Las plantas, las imágenes, los manteles blancos, todo desapareció.
Los asistentes deshicieron su camino sin haber podido encontrarse con los del sur. Ahora también ellos arrastraban los pies.

martes, 12 de abril de 2011

El Cuadro

La crisis económica golpeó con fuerza al país en el 2009. Sólo en ese año, el número de desempleados se elevó de cuatro a seis millones. Sin embargo, eso no le impedía a Luis derrochar su dinero en los mercados de pulgas. Recorría sus pasillos atestados de trastos durante horas y días, preguntando, tomando notas y regateando. Se jactaba de ser un conocedor.
Exhibía sus cachivaches en la sala de su casa. Solía dar a sus visitas largas peroratas sobre arte, historia y hasta decoración, cuando en realidad no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Era un contador retirado que no había estudiado estas disciplinas. Sus maestros eran los mismos vendedores del mercado, quienes suelen inventar historias increíbles sobre su mercancía, con el objetivo de aumentar su precio.
Ana, la sirvienta, era la víctima principal de sus necedades. Trabajaba en su casa martes y jueves. Llegaba cada día temiendo encontrar un nuevo tesoro, al que debería dedicar horas de limpieza. Para tales fines, su patrón había convertido una de las habitaciones en sala de restauración. Allí guardaba muchos productos abrasivos, que ella utilizaba siguiendo sus instrucciones. Las manos le quedaban hediondas y adoloridas de tanto restregar.
No se atrevía a contradecirlo. Una vez discutieron por un cuadro y él se encolerizó. Estuvo a punto de despedirla ¿Quién se creía ella para atreverse a cuestionarlo? Sólo era una sirvienta. Logró conservar su empleo argumentando que no había recibido una educación tan esmerada como la suya.
Un viernes encontró a su patrón muy ocupado. Intentaba separar un cuadro de su marco. Inició su labor esperando que la llamara para pulir el marco, limpiar el cuadro o cualquier otra extravagancia. Pero pasaron las horas y nada de eso ocurrió. Cuando iba de salida, Luis la abordó con aire triunfal: había logrado su cometido. Tenía el marco en una mano y el cuadro en la otra. Le pidió que, de camino al ascensor, botara el lienzo a la basura. Ella lo tomó y se retiró.
El martes siguiente, Ana no fue a trabajar. Luis encontró una nota en el buzón, en la que ella le explicaba que tenía que irse al campo a cuidar a su abuela. Él siguió con sus expediciones, siempre en búsqueda de nuevos tesoros.
Un día, compró un jarrón de porcelana, supuestamente de la dinastía Ming. Se lo envolvieron en periódico y regresó a su casa emocionado. En el camino se detuvo en la cerrajería. Una pieza tan valiosa requería reforzar la seguridad de su hogar.
Cuando iba a botar el envoltorio, algo llamó su atención. La joven que aparecía en la foto de la primera página le resultaba familiar. Alisó el papel y leyó: “De forma casual, fue encontrado un famoso cuadro perdido de Cezanne, por Ana Robledo, magister en Arte, actualmente desempleada. La obra fue subastada en 35 millones de euros”.

lunes, 4 de abril de 2011

La institución

El calor de las once era aplastante. En el patio de tierra se formaban remolinos de aire caliente que hacían girar hojas y basura en un breve movimiento circular ascendente. Al caer de nuevo, eran empujadas por ráfagas de brisa tibia que levantaban más polvo, en medio de un clima que nubla la razón y hace aflorar en algunos seres humanos los más bajos instintos.
Dentro del edificio todos sabían que algo iba a ocurrir, aunque ninguna señal lo indicara. Ni carteles, ni mensajes, ni siquiera los susurros eran necesarios. Las miradas bastaban para transmitir la información. Las autoridades de la institución eran las únicas que no sospechaban nada.
Lo más probable era que sucediera a las once y media, cuando salían al patio a estirar las piernas. Sólo quedaba esperar que pasara la ronda de vigilantes, que de seguro desaparecería hacia el comedor a esa hora, como era su costumbre.
Aquellos dos se la tenían jurada desde hacía tiempo. Era algo inevitable. Muchos no conocían la razón de ese encono; a nadie parecía importarle. Cada quien había elegido a su campeón, y al salir al descampado ocuparon su lugar tras él.
Aparecieron dos navajas. Su filo cortaba el aire, tomando para sí el resplandor del sol inclemente, lanzando destellos que seguían el movimiento vertiginoso del metal. Dos cuerpos masculinos empapados de sudor giraban, saltaban hacia adelante empuñando sus cuchillos y retrocedían, como guerreros veteranos.
Brotó la primera gota de sangre, seguida de muchas otras. Un tajo profundo en el brazo derecho de uno de los adversarios, hizo sospechar que se acercaba el final, pero no fue así. Nadie daba cuartel y nadie lo pedía. Hicieron falta muchos cortes en caras, manos, pechos y espaldas antes de que llegara la estocada final. Pedro, diestro y más bajo que su oponente, se agachó y luego se impulsó hacia arriba, con el brazo estirado y los músculos en tensión. Logró enterrar el arma entre las costillas de su rival, alcanzando su corazón. Juan cayó tendido de bruces. Su cuerpo se estremeció unos segundos. Luego dejó de moverse.
La masa humana transformada en jauría salvaje gritaba cada vez más alto, lo que finalmente alertó a las autoridades. El director bajó al patio corriendo, en compañía de dos guardias, pero ya no había nada que hacer: Juan había muerto y Pedro estaba mal herido. Perdía mucha sangre. Lo trasladaron a un hospital cercano. La fiscalía acudió al lugar de los hechos, pero no encontró testigos. Nadie sabía nada. Todo había terminado.
Maestros y compañeros del occiso, alumno de sexto grado del colegio Aníbal Guerra de Guarenas, acudieron al velorio. Una semana estuvo cerrada la unidad educativa, mientras la policía hacía las investigaciones de rigor. Sólo el calor y la brisa polvorienta recorrieron el patio del plantel durante ese tiempo.